viernes, 31 de diciembre de 2010

UN 2011 DIGNO

Una vez lei sobre un concurso de microrrelatos de terror en el que el ganador decía así: "Érase una vez la realidad" FIN.

En estas fechas, se suele desear "lo mejor", "toda la felicidad", "que se cumplan tus deseos"... y entiendo la bondad que subyace tras esas palabras, pero no me las puedo creer. Puedo ilusionarme con cosas pequeñas del día a día, pero no puedo tragarme ni conmoverme con esos deseos tan desbordados. Por eso, yo os deseo la cualidad de apreciar lo pequeño en el día a día, de no esperar que grandes sucesos ocurran, que aprendamos a querernos y que cada error sea visto como un punto de partida para algo nuevo.

Un beso fuerte

lunes, 20 de diciembre de 2010

EL DOLOR DE LA LUCIDEZ

He comentado en varias ocasiones que el azar es juguetón (y muchas veces "caprichoso", como canta Serrat) y le pone una y mil veces la zancadilla al pensamiento lógico. ¿Por qué buscando una canción de jazz para colgar en este blog, me topo de bruces con Federico Luppi dando una clase a futuros maestros? Es un link que guardé hace ya varios meses, secuestrado de uno que dijo ser mi amigo durante un tiempo en Facebook (la temporalidad y la vacuidad de ese título de "amigo" con el que se juega tan alegremente, no deja de sorprenderme, cosa que con estos años no debería ocurrirme).
Este argentino, canoso, de voz rápida y firme, siempre me trasmite seguridad. Creo que cualquier cosa que Luppi me dijera me la creería: "Despierten en sus alumnos el dolor de la lucidez, sin límites, sin piedad". La lucidez duele y a todos nos entra un instinto incontrolable de convertirnos en sanitarios del otro. Para ello tenemos palabras-vendaje y caricias-tirita, mentiras de betadine y montones de analgésicos, antidepresivos, hipnóticos, ansiolíticos, alcoholes... que anulen el dolor que la realidad nos inflige. Hay personas molestas: las que no nos ponen pañitos calientes ni nos dan golpecitos en la espalda, las que no nos dicen lo que queremos oír, sino lo que necesitamos oír.
Aquí lo dejo. Sólo recordar que hay que despertar al dolor de la lucidez. Sin piedad.

SUPERNOVA

Yo tenia una amiga. Yo tenía una amiga y creía en ella. Me enseñó senderos de la risa por los que hacía tiempo que no transitaba. Me arropó cuando el frío de otras ausencias me recorrió la espalda. Y secó mis lágrimas al llorar y también al reír. Yo tenía una amiga, bella al sol como los campos de trigo y oscura dama camuflada tras palabras que enhebraba en el espacio. Mi amiga se enamoró y compartimos juntas la felicidad de su amor. Mas el que decía ser su amor no quiso compartir con ella la felicidad de su amistad, de nuestra amistad. Y mi amiga dejó de creer en mí. Y mi amiga transformó la desconfianza en ausencia. Mi amiga, brillante y refulgente en mi cielo como una estrella, resultó ser una supernova: explotó y desapareció. La echo de menos y no sé dónde buscarla, porque ella ya no es. Los espacios que fueron nuestros fueron derruidos por el ácido de la duda. Le tendí mi mano y sólo la estrechó el silencio. Aún creo escuchar el sonido de su voz, diluido en el humo del cigarrillo. Pero ya no está y no es dolor lo que siento; sólo un desahucio más en el corazón. (20.12.2010)

jueves, 2 de diciembre de 2010

AMOR CON SESENTA

Esta tarde ha venido a la consulta una paciente que llevaba 20 años viuda. Hace unos meses, cumplió 62. Es guapa, de ojos verdes muy vivos, con el pelo corto, bajita y algo regordeta, pero su mirada y su sonrisa son limpios y parecen puentes que te invitan a pasar. Venía con un señor de pelo canoso, apenas guapo y, de entrada, de aspecto serio. Ella, Nati, ha empezado a hablar con su tono meloso, a desplegar sus dolores y molestias y, cuando se dirigía a la camilla, lo ha abrazado a él desde atrás y me ha dicho: Es mi marido. Nos casamos hace un año. Y le brillaban los ojos como a una adolescente. Me decía: Me mima mucho y me gusta. Y yo le replicaba: Espero que tú también lo mimes a él. Él hacía como que no nos oía, sentado en su sillón, aparentemente distraído. Mientras la exploraba, me decía: Él también tiene sus achaques. Te lo tengo que traer. Y yo le respondía: Y a estas edades, ¿quién no tiene algún achaque? Y los dos se reían. Él me comentaba: Pusimos la lista de boda en la Farmacia de abajo de casa y ella se sonreía, picarona, con dos hoyuelos en las mejillas y un brillo intenso en sus ojos. Así que no pude evitar decirles, pinchada por un poquito de envidia: Nunca te había visto tan guapa, ni tan tontita... Y él, afirma: eso, eso, está muy tontita... Sesenta y tantos años y un amor de dieciséis. Me parece precioso, entrañable... Se ríen juntos, comparten dolores -de huesos y de amores perdidos-, se miman... Se ACOMPAÑAN. Compañeros. Preciosa palabra para compartir el camino. Compañeros. Para que el frío del invierno sea más luminoso. Compañeros. Un anhelo... Una esperanza (1.12.2010)

domingo, 21 de noviembre de 2010

LA MUJER DEL LIENZO


Cuando leyó sus palabras por primera vez, comenzó a dibujarla. Cada frase que ella enunciaba, cada pespunte de letras que se deslizaba a través de la pantalla, le proporcionaba a él nuevos colores, nuevas texturas, con las que irla perfilando. Con adjetivos tiñó de marrón su pelo y lo hizo sedoso; los adverbios, sobre todo aquellos redundantes y sonoros, fueron hilvanando el perfil de sus brazos y muslos. Con las metáforas dibujó su sonrisa y con abundancia de hipérboles diseñó sus ojos y su vientre. En largas noches dialogadas fue pincelando hombros, caderas y uñas de los pies, hasta que de un oxímoron nacieron sus senos y su sexo. Y le gustó lo que vio: se admiró de la pureza que desprendía la figura de su lienzo, la figura de Ella, su Ella: las sombras, los relieves, la magnífica perspectiva en la que estaba encuadrada. Estaba preparado para verla emerger de la tela, para estrecharla en sus brazos y hacerla suya. La contemplaba y se sentía satisfecho de su obra, de la hermosa mujer que él había creado traduciendo las palabras de Ella en la imagen parafraseada del cuadro.
El día en que al fin se vieron cara a cara él no la reconoció. Sólo era una mujer corriente sin nada que ver con la belleza que guardaba su cuadro. Ella se quedó sin palabras para él y él se marchó a refugiarse en la soledad de los brazos de la mujer del lienzo. (21.11.2010)

Imagen: Intentando lo imposible (R. Magritte)

martes, 16 de noviembre de 2010

NO LO SÉ


Cuando él empezó a contestar a su pregunta, todo su cuerpo se preparó para una sentencia condenatoria. Los ojos lucharon por mantenerse abiertos y secos y la sonrisa no fue más que un recuerdo de sí misma. Las manos se retiraron y se camuflaron bajo los muslos que las acogieron para amortiguar su propio temblor. Mientras, él iba desgranando sus dudas, sus emociones que salían cegadas por la luz de sus palabras, ciegas de tanto permanecer ocultas en la sombra más negra. Una vez que salían fuera era como si tiraran de otras que estaban retenidas y cada vez más palabras se agolpaban en su mente, siendo la boca una salida pequeña para tanto verbo. Y cuando todas ellas se aturrullaron, perdiendo la cohesión y la coherencia, apareció el socorrido "no lo sé", el parapeto perpetuo de los que no quieren mirar lo que realmente les está sucediendo. No lo sé, no lo sé... es que no lo sé... repetía una y otra vez tratando de justificar lo que esas tres palabras no podrían nunca justificar. Y en ella, mientras lo miraba y lo escuchaba, eran las lágrimas las que encontraban que los ojos eran demasiado pequeños para poder salir. Y se quedaban detrás de los párpados, inflándole la cabeza que se sentía a punto de estallar. ¿Cómo replicarle a un "No lo sé"? ¿Cómo extraerle certezas a un "No lo sé"? (15.11.2010)

domingo, 26 de septiembre de 2010

LA GRIETA




Hay relaciones que súbitamente se rompen y somos conscientes de ello. Otras, sin embargo, se deshilachan. Vamos sintiendo un desapego cada vez mayor por esa persona que, en su momento, fue capaz de estremecernos, de hacernos sentir que teníamos superpoderes. Pero si nos paramos un momento, si le echamos el freno a esta vorágine despiadada que nos consume, podremos recordar en qué hilo empezó a deshacerse el tapiz "multihilado" de esa relación. La grieta que se produce es tan evidente que ni con todo el superglue de la buena voluntad, ni dándole la vuelta para que quede contra la pared, ni desviando la mirada hacia otro lado menos amenazante, podemos dejar de sentir que está. La grieta está y es, por sí misma, un foco de putrefacción. Puede que en algunos casos, sea sólo una cuestión de tiempo esperar a que acabe de invadirnos por entero. Pero en la mayor parte de las veces, la mera conciencia de saber que está, contamina. Podremos entonces intentar disimular, tapar, ocultar, almibarar, enterrar, hacer como que ignoramos, porque reconocer la ruptura implica tomar decisiones. Y las decisiones duelen. Duele asumir la pérdida, el cambio, la mirada del otro y, aún más, el modo de mirarnos ese censurador interior que tenemos dentro. (27.8.10)

domingo, 19 de septiembre de 2010

VISIÓN BORROSA


Se sentó frente al oculista y le dijo: A veces no veo, todo se me queda borroso, como un bulto que no puedo definir. El médico se acercó a él. Con unas gotas le dilató las pupilas y, a través de una lente, se asomó al interior de sus ojos. Con unas pinzas extrajo imágenes que se habían quedado apelmazadas en la retina: una traición tatuada en la piel de una mujer, un pedazo de ambición resquebrajado oculto tras la ausencia de un hijo un domingo por la tarde, recuerdos de caricias que se transformaron en grilletes para nuevos placeres, decisiones que no se tomaron y que se atoraron tras el lacrimal... Con mucho cuidado desenganchó una humillación profesional que se había ensartado en la tristeza de un cumpleaños solitario. Conforme iban saliendo los residuos de dolores antiguos, enconados y opacos, su visión se fue volviendo más nítida, más precisa y, por fin, pudo contemplar y contemplarse. Se vio y se sintió desnudo, peligrosamente libre. Y tuvo miedo. Deseó recuperar el amuleto de frustraciones que lo volvían ciego, pero sabía que una vez que uno empieza a ver, no hay forma de volverse atrás. Con un vértigo nuevo instalado en su pecho y en las plantas de los pies salió de la consulta del médico, con unas gafas de sol para protegerle del brillo que se desprendía de él mismo.

jueves, 22 de julio de 2010

EL DOLOR NO LLAMA DOS VECES, DERRIBA LA PUERTA

“Buenas tardes”, dijo Irene mirando al suelo, mientras atravesaba la salita de espera de la consulta buscando el refugio del despacho. Entró rápidamente, escondiéndose de las miradas reprobatorias de los pacientes que la esperaban, sintiéndolas clavadas en su espalda y en su nuca, casi escuchando los pensamientos unánimes de todos ellos “Sí, sí, buenas tardes... ¡y tan tarde! Llega con más de tres cuartos de hora de retraso. Se creerá que mi tiempo vale menos que el suyo...” Una vez cerrada la puerta, respiró hondo un par de veces, se quitó la chaqueta, sacó del bolso la agenda y el teléfono móvil –adminículo abominable, pero una concesión a la esperanza de una voz- y se puso la bata. En ese preciso instante, toda la mañana de ese martes de diciembre se dejó caer en picado sobre un lugar a medio camino entre su corazón y su garganta, con el increíble poder punzante que tienen algunos recuerdos. Enseguida entró Amanda con el libro de citas en la mano, dispuesta a bombardearla con los últimos acontecimientos acaecidos en su ausencia.
Irene Salinas era una mujer ya avanzada en la treintena, una edad en la que uno empieza a darse cuenta de que ya no pertenece al grupo de los jóvenes y, aunque las yemas de los dedos se resisten a abandonar el estado idílico que nos han vendido como juventud, hay momentos de lucidez lacerante en los que uno se detiene a contemplar el paisaje para descubrir que ya no circula por el carril rápido de la autopista y que las carreteras secundarias son un destino que nunca antes se atrevió a considerar. Desde pequeña había querido ser médico, disfrazando su vocación a veces con la veterinaria o con la enfermería, pero siempre sin perder el objetivo chamanístico de la curación. No es fácil saber cuáles son los motivos que le llevan a uno a elegir su futuro, si es que es posible hacerlo con premeditación, pero en el caso de Irene había un deseo profundo de conocer los vericuetos del alma humana ante la enfermedad y la muerte. Después de una carrera brillante con matrículas de honor tanto en el expediente como en las relaciones personales que entabló, decidió especializarse en Reumatología. Y allí estaba, preparando su actitud y sus gestos para recibir a sus pacientes, con una aguda sensación de culpabilidad por el retraso – el rímel había enlutado sus párpados justo antes de salir, al mezclarse con las lágrimas, lo que la había obligado a lavarse una vez más la cara para tratar de recomponer, a golpes de colorete y perfilador de ojos, el rostro por el que no quería que se colara ningún atisbo de tristeza -.
Echó un vistazo rápido a la agenda, tratando de cuantificar el tiempo que tendría que dedicarle a cada uno de los pacientes. Para Irene era crucial conocer no sólo el problema físico que aquejaba a la persona que se sentaba frente a ella, sino también su entorno y su forma de desenmarañar la vida. Sabía que el dolor es un arma muy poderosa y conocer la actitud que cada enfermo tomaba ante él le hacía intuir el éxito o el fracaso de su intervención como médico.

-¿Otra vez está aquí Elisa Moreno? Pero si la vi hace sólo trece días, se quejó en voz alta, sintiéndose incapaz de hacer frente a la avalancha de problemas que cada paciente depositaría ante ella, obligándola a desentenderse de los suyos propios, a vulnerar una aniquiladora vocación a regodearse en su aflicción. No sé con qué me va a sorprender hoy. Hace dos semanas, mientras la estaba explorando, me dijo que tuviera cuidado, porque “tenía un lince” en el tobillo derecho.

Irene hizo un gesto de sorpresa al tiempo que retiraba abruptamente las manos de un tobillo imaginario posado sobre su mesa, detrás del cual parecía haberse agazapado un felino de orejas puntiagudas dispuesto a desgarrar con sus colmillos la piel de cualquiera que osara adentrarse en su escondite. Amanda la contemplaba, acostumbrada, después de más de cinco años juntas, a la vis cómica de su jefa.

- Estuve tentada de preguntarle que si mordía, pero, bueno, ya sabes, era una burla sin sentido, prosiguió Irene, así que le aclaré que eso que pasa cuando uno se dobla el pie se llama esguince. Debería ir recopilando todas esas frases que me dicen los enfermos. Hum... Es una idea a tener en cuenta... En fin , aterrizo, pásala, anda.

Elisa Moreno entró y se explayó, como de costumbre. Le siguieron Josefa Burgos, Emilio Echevarría, un vasco campechano con una artritis reumatoide que siempre la hacía reír, Adela García de la Hoz, Carmen Villarejo, otra Josefa y otra más... La tarde fue avanzando a goterones con nombre propio, gruesas gotas con identidad ante las que Irene unas veces se protegía y otras se dejaba empapar hasta el tuétano.
Alrededor de las ocho, el cansancio y el dolor de la memoria estrecharon sus manos e Irene sintió la necesidad de una huida urgente. Esa mañana, el despertador digital de la mesilla, con una obediencia fascista, incapaz de rebelarse, ni siquiera por piedad, a las órdenes que ella misma le daba cada noche antes de apagar la luz, la había sacado de la inconsciencia a la siete en punto, con los comentarios jocosos de los “Gomaespuma”. Guillermo Fesser y Juan Luis Cano eran sus compañeros matutinos en el trámite de volver a abrir los ojos y poner en marcha todos los sistemas de planchado de un alma que se acostaba arrugada. “La arruga fue bella hasta que llegó el poliéster”, recordó sobre las siete y veinte, mientras encendía la luz de la lamparita y tanteaba por dónde andaban sus gafas, protocolo imprescindible que sólo un buen miope es capaz de comprender. Era una frase que había leído unos días antes en un suplemento dominical de algún periódico y, a pesar de estar aún arropada por la calidez casi anestésica que da el sueño alimentado con somníferos, no pudo evitar el regusto áspero y amargo de su derrota, aderezado con unas gotas del humor negro que tan bien destilaban su corazón y su cerebro cuando se daban una tregua, a veces instantánea, el uno al otro. “Estaría bien poder elegir en cada momento de qué material quiere uno el alma. Porque la mía es puro lino por lo arrugable, puro algodón cuando se encoge”, pensó, aunque rápidamente enchufó la vaporetta mental en un intento de no dejarse caer por el precipicio de la autocompasión y eso que hacerlo antes del primer café tenía un mérito considerable, por no decir heroico. Cada mañana, la misma puesta en escena: las zapatillas bien colocadas para, con sólo girarse en la cama, encajar sus pies en ellas sin necesidad de buscarlas, preparar un café que le permitiera estrenar de nicotina sus pulmones, ducha con la radio de fondo y, una vez medio adecentada, dedicarse a su hija para llevarla a la parada del autobús del colegio. Cada paso iba marcado por el metrónomo de la rutina diaria. La diferencia de ahora era ese pellizco en el pecho, ese agujero negro de la soledad que la iba succionando.

-¿Cuántos me quedan?, le preguntó a Amanda, mientras arqueaba la espalda y estiraba los brazos en un intento de asir algo inalcanzable. Inalcanzable e imposible, no ya tanto por lejano, porque al menos aunque medien horas o kilómetros está, sino por haber desaparecido.
-Estrella Bermúdez. Es la última. Me marcho y te dejo el teléfono descolgado. Que no se te olvide antes de irte que tienes que llamar a tu padre para recoger a la niña. En mi mesa te dejo los volantes de Asisa y los de Sanitas, y me dejas firmada la factura de Ángeles Ramallo que vendrá mañana a recogerla, ¿vale?
- Vale, no se me olvida, casi susurró Irene, con una mezcla de desgana y fastidio, enderezándose en su sillón y abriendo la carpeta con la historia de Estrella Bermúdez, escrita con la letra que ella llamaba “de camuflaje”, para evitar que los pacientes pudieran interpretarla desde el otro lado de la mesa. Siempre había una anotación personal, unas veces acerca de la impresión que le causaba el paciente, otras, algún detalle al que recurrir para dar un mimo a la emoción, como el nombre de una nieta. “¿Cómo está Laura, María?” Y María se quedaba perpleja de la buena memoria y del interés que su doctora mostraba.

Con Estrella se detuvo más de lo imprescindible. Cada vez que la impaciencia asomaba su naricilla inquieta, ella enlentecía sus movimientos. El bolígrafo se deslizaba más despacio, sus palabras se hacían más pausadas, sus ojos entretenían la mirada con más calma. Mientras Estrella continuara sentada enfrente, el freno de mano de sus temores e incertidumbres seguiría estando bajo su control. “No te preocupes, con estas pastillitas y las infiltraciones, no tendrás problemas para entrar en el nuevo año con buen pie”, bromeó al ir cargando la jeringuilla con un líquido blanquecino, un corticoide, con el que iba a tratar de aliviar la cojera de la paciente a la que retenía como rehén a punta de aguja intramuscular, para, así, mantener a raya a su propio dolor, que, acechante, esperaba un resquicio en su vigilancia para reanudar una vieja y previsible guerra civil entre dos bandos consanguíneos, una negociación cruenta que no admitía árbitros ni mediadores.
A las nueve y cuarto se quedó sola, sola con un cuerpo amputado de caricias y con la pérdida de Ernesto solidificada en su garganta. Saberlo al alcance de un número de teléfono tatuado en el extremo imposible de la memoria, era como verter limón en una llaga. “Ya está bien, tía”, se dijo en voz alta, paralizada a medio camino entre su angustia y su dignidad. “Él ha tomado una decisión y tú te vas a quedar quietecita sin hacer nada por cambiarla. Y si te jode, te jodes, pero sin hundirte, hazme el favor.” La pena se le escurrió desde los ojos hasta los labios, en un reguero salobre que establecía una frontera entre ella y esas teclas, 6-3-0-5..., engañosamente liberadoras. Se quitó la bata, casi con parsimonia, recogió los papeles de la mesa, llamó a su padre para recoger a su hija, apagó las luces y, sin dejar de sentir el pinchazo de la ausencia, salió de la consulta y entró en el ascensor. Empezaba un metrónomo más: llegar a casa, bañar a Clara, hacer la cena, acostarla e inventar un cuento para ella –mamá Scherezade una noche más-. Después vendrían unas horas preñadas de minutos eternos, cuya estela pringosa debería soslayar: intentar perderse dentro de alguna película de la tele, calentarse con una voz amiga al otro lado del auricular, enhebrar de nuevo el hilo de sus sentimientos en la difícil labor de hacerse compañía a sí misma. Mientras pulsaba el botón de la planta baja sonrió, decidida a seguir siéndose fiel aún en el desconcierto, en el miedo y en la duda. Sonrió y se gustó.
Sobre la mesa de Amanda quedaron olvidados los volantes de Asisa y Sanitas, y la factura por firmar de Ángeles Ramallo.

miércoles, 14 de julio de 2010

DESVARÍOS A MEDIANOCHE


Hace tiempo leí un párrafo de Maruja Torres, en el que concluía algo así como "El hombre de mi vida soy yo". Y, mira, me gustó y lo adopté. Desde entonces, rara vez echo de menos a un hombre en mi día a día. A veces, mientras cargo el maletero del coche con la compra del Carrefour, me viene un ramalazo de nostalgia, pero cojo las cajas de leche como si hiciera pesas en el "Gym for Men" y se me pasa. Otras veces, me da por pensar que un hombre sería muy práctico, sobre todo en momentos "Desgracias del Bricolaje": un enchufe que no funciona, al querer conectar la Play al televisor, al desconfigurárseme el ordenador o, tal como me ocurrió el viernes, si el coche se me avería. No sé por qué, pero tiendo a pensar que un hombre sabe de inmediato qué hacer en esas circunstancias. Al colocar las sillitas de las niñas en el de mi padre, siento que a un "masculino" le sería la mar de fácil entender ese mecanismo de sujeción (ideado por un tío, fijo), mientras yo maldigo en birmano no tener cerca algún vecino ante el cual desplegar mis plumas de damisela desvalida (¡funciona!). Estoy a punto de acostarme y tengo una cama de 1.50 entera para mí, lo que cura cualquier arañazo emocional que me haya podido surgir a lo largo del día. Sin embargo, hay momentos en los que echo tremendamente de menos a un hombre: cuando necesito un abrazo. Ahí, se me rompen las corazas y me siento frágil. Me rebullo un poco entre las sábanas y me abandono a esa añoranza. (13.7.10)

Foto: Chema Madoz

viernes, 4 de junio de 2010

UN CHUPITO DE VODKA CARAMELO


Eran cuatro y pidieron cuatro chupitos de vodka caramelo. Ella, la morena, lo había descubierto una noche en Granada, cuando con otras amigas se fue a tomar una copa después de una cena de congreso. Fue una sabor diferente: alcohol intenso de vodka con el dulzor del caramelo. Por eso, esa noche, especial como lo son las noches de confidencias, los cuatro tomaron un chupito de vodka caramelo. Ella, la del pelo rizado, fue trayendo su infancia y su dolor sobre la mesa y entre buchitos les habló de los aparatos de las piernas, de una polio salvaje, de su necesidad de independencia y quedaron tras sus labios emociones que habrían necesitado mucho más vodka para poder permitirse contarlas. Su voz era serena, incluso risueña, sonreía con cada latido urente de sus huesos. Ella, la morena, escuchaba ya un poco aliviada, puesto que durante la cena, ya había vomitado el sufrimiento paciente e inútil de su matrimonio. Se expuso ante todos: su debilidad, su falta de dignidad, su carácter pasivo. No tenía miedo: de ellos no esperaba ni temía ninguna herida devuelta. Tuvo la oportunidad de observarse contando su historia, de desapegarse de sí misma y tomar distancia de lo que había sido su realidad costrosa de cada día. Cuando ella, la del pelo rizado calló, los ojos de los otros tres se volvieron hacia ella, la rubia. Ah, la rubia... enmascaraba su dolor detrás de las palabras y la sonrisa. En parte, quizás, como hacían las otras dos. Ella, la rubia, narraba una historia aprendida y contada montones de veces. El dolor del abandono de su marido por otra, era un relato estructurado y gesticulado, con tempos y ritmos ya conocidos. La rubia no podía dejar que el dolor, el que ella ni siquiera quería reconocer que tuviera, aflorara y un buen discurso puede ser un excelente flotador para no hundirse. Quedó él. Él, que escuchó a las mujeres. Él, que no hizo comentarios, ni aclaraciones, ni precisiones. Él, callado y atento, experto en habilidades sociales, simpático, bromista... no tenia palabras para hablar de su dolor y lo dejó disfrazarse de silencio ausente. En él, el dolor se deletreaba con la lengua bien pegada a los dientes, pero él, también, sonrió y se camufló tras un cigarrillo.
(AB abril 2010)

domingo, 30 de mayo de 2010

IMPACIENCIA


Tú eres la impaciencia.
Impaciencia de hallarme
sin mirar lo que te muestro.
Sólo ansias lo por llegar.
Eres la impaciencia joven,
de espuma fugaz
que tu lengua se apresura
en lamer.
No me concedes tiempo,
un tesoro que desconoces,
y que a mí me va impregnando
desde los párpados
hacia mi centro,
alisando las grietas
que el dolor,
con su cincel vivo,
horadó en mi raíz (AB 30.5.10)

jueves, 27 de mayo de 2010

ESCRUPULOSAMENTE HISTÉRICA


Ser madre es una tarea que, por habitual, parece banal. Ayer tarde, tras terminar el trabajo, fui a recoger a mis hijas pequeñas de casa de su padre. Lucía, de 6 años, tosía en el coche y empecé a cruzar los dedos mentales para que esa tos desapareciera en el trayecto. Mientras esperábamos en un semáforo, les pregunté: "¿Qué habéis cenado?" Y un temblor frío me recorrió la nuca cuando gritaron al unísono: "¡Paella!"
Al llegar a casa, trastearon lo que pudieron, las perseguí con los pijamas en la mano, las llevé al baño, se cepillaron los dientes y las acosté. Les dí besitos y abrazos, contamos un cuento muy breve en el que ellas eran las protagonistas, nos dijimos cuánto nos queríamos y se durmieron. ¡Bendito sueño! Salí de su habitación sin apenas hacer ruido, me fui a la cocina y me serví una copa de vino tinto. Por fin era mi momento del día, el momento sólo para mí. Lucía tosía en salvas de 4 ó 5 y luego se callaba. Unos 10 minutos más tarde, la oí llorar llamándome. Ella duerme en la litera de arriba y, al entrar en la habitación, la vi asomada por la barandilla tosiendo a pulmón salvaje y empezando a tener arcadas. En una de ellas, salió una plasta de mocos que me apresuré a limpiar con una toalla vieja y mientras me agachaba para recogerlo, un vómito caliente aterrizó en mi cuello y fue deslizándose por mi espalda, al tiempo que me incorporaba de un salto gritando y ella, a su vez, chillaba como si le hubiera caído a ella. No sé si una legión de cucarachas negras volantonas habría producido un efecto tan desestabilizante en mí como ese calor líquido adherido a mi pelo. Activé un "automático materno" que parece que llevaba incorporado de serie, cogí a la niña casi en volandas, la limpié en modo "de aquella manera", la deposité junto a la taza del water por si le daba por repetir la hazaña y llamé a mi hija mayor para que la custodiara. Me fui corriendo al otro baño y casi me arranco el pijama (si un mulato de 2 x 2 me hubiera estado esperando en la cama, no me quito yo la camiseta con tanto frenesí) mientras me metía en la ducha sin parar de decir ¡qué asco, qué asco! Habría deseado tener un Nanas en vez de una esponja. Una vez recuperada la calma (y la higiene y el olor, gracias a medio litro de colonia), limpié los restos, cambié a mi peque y, claro, me volvió el arrebato maternal y la abracé y le dije: Ufff... qué nerviosas nos hemos puesto,¿eh? Y llevándola en brazos, la deposité en su cama, la acaricié y la acompañé en el breve viaje al sueño. Salí de su habitación maldiciendo que su padre, sin haber hecho ningún puñetero curso básico de nutrición infantil en su puta vida, se creyera un Máster del Universo de la Paella Nocturna.

lunes, 24 de mayo de 2010

CUADERNO EN BLANCO


La tormenta les ha sorprendido mientras juegan a policías y ladrones en el descampado. Las camisetas sudadas empiezan a empaparse con la lluvia. Es verano y el aire, caliente y plúmbeo, se amalgama con el agua. Lucía protesta ante la indiferencia de los tres chicos que se empeñan en seguir persiguiéndola. Tiene los pies mojados, indefensos dentro de unas zapatillas de loneta, lo que le desagrada profundamente. Sin dejar de correr delante de los falsos guardias, descubre una casita en cuyo jardín se introduce a través de una rendija en el seto de aligustre que lo rodea. Llama a la puerta y espera. Nada. Vuelve a llamar. Nada. El estrépito de sus compañeros que se acercan, el pelo chorreando y el tacto bascoso de la suela de los zapatos le hacen aporrear la puerta con premura. La puerta se abre. Lucía entra como succionada desde el interior. La puerta se cierra.

¿Dónde se ha metido mi hermana?, pregunta Jaime, mirando a su alrededor, aún jadeante. Ya te dije que no te la trajeras, contesta Ricardo. Es un rollazo jugar con niñatas. Oye tú, que mi hermana no es ninguna niñata. Un poco plasta sí que es, pero...
Vale, vale... Salva los mira. Lucía es su punto flaco. Siente una laxitud hormigante en las piernas cada vez que Jaime viene con ella. Vamos a buscarla, dice. De eso nada, si se ha escondido que vuelva solita a casa. No soy su niñera. Lo malo es que cuando llegue a casa mi madre me va a echar una bronca... Los tres están quietos en mitad de la planicie. No hay casas a la vista, no hay jardines. No hay ningún lugar donde refugiarse.

La habitación está en penumbra. Hay una vela encendida sobre lo que parece ser un arcón de madera antiguo. Huele muy bien. Huele a leña y a lavanda. Huele a una mezcla de aromas orquestados en una sinfonía de recuerdos. Lucía está confusa en un lugar desconocido, pero, a la vez, tremendamente familiar, como si su niñez se conservara intacta dentro de aquel espacio y la envolviera ahora que, con trece años, comienza a despegar de ella. De pronto cree oír un ruido y se sobresalta. No, son sus propios pasos sobre el parqué. ¡Pero si ya no tiene los pies mojados! Baja la mirada y descubre que está seca. Un movimiento fugaz del pabilo la saca momentáneamente de su desconcierto. Alguien la contempla desde el otro lado de la habitación. Una mujer. Distingue su silueta a contraluz y cree reconocerla, aunque no puede precisar los rasgos de su rostro.

Jaime, Salva y Ricardo se marchan. La lluvia les apremia a buscar el refugio cálido de sus hogares. Jaime lleva la cabeza gacha rumiando qué le va a contar a su madre cuando llegue a casa y le pregunte por su hermana; el barro se adhiere a sus tenis y se entremezcla con la sarta de trolas que va urdiendo. Ricardo no camina, trota, dejando caer sus botazas de montaña en cada charco enfangado. Ya ha olvidado a Lucía. Con las manos en los bolsillos, acariciando una hebilla del pelo de ella, Salva, rezagado, se entretiene y disfruta del contacto del agua en la cara. Sonríe y piensa en Lucía. Piensa en Lucía y la cobardía de haberla abandonado, por no contrariar a Jaime, le escuece.

¿Hola?, saluda tímidamente, preguntando y afirmando a la vez. Es que... llueve, estaba jugando con mi hermano y unos... bueno, me estaba mojando y... la puerta se abrió... yo... La mujer sonríe y suspira. Pasa, quiero verte a la luz. Me acuerdo tanto de ti... Alarga sus brazos hacia Lucía y, con un gesto cercano y abierto, la invita a seguirla. La niña no titubea mientras la misteriosa mujer la conduce a una habitación luminosa y acogedora (¿No está nublado fuera?, se sorprende Lucía). Las paredes están tapizadas con estanterías repletas de libros, desde el suelo hasta el techo; unos están erguidos verticalmente en su balda, ordenados y obedientes; otros, apilados en horizontal, muestran la pereza de una cierta anarquía que no desentona. En una esquina, una chimenea apagada y, tumbado delante de ella, un San Bernardo que la mira y mueve el rabo, diríase que contento de verla. Te presento a Tudmir. Él también tenía ganas de volver a verte. ¿Cómo que volver a verme? Pero si yo nunca he estado aquí, nunca he visto a ese perro, nunca... Se aturrulla. Las palabras se le arremolinan tras los labios retenidas por una emoción sobrecogedora. La mujer le pide silencio llevándose el índice a los labios y, tomándola suavemente por los hombros, la conduce frente a un espejo oculto tras las cortinas.

Va tan distraído que no se da cuenta del hoyo que se abre bajo sus pies. Cae de bruces y una piedra traza en su frente una brecha que sangra. Con la sangre y la lluvia se le va la conciencia. Salva se queda inerte en el suelo. Jaime y Ricardo no han detenido su paso, no han oído nada, no se vuelven a buscarlo. Un trueno hiende el aire y ellos se apresuran, alejándose.

¡Qué bonita está en la imagen que le devuelve el espejo! La mujer, cuyos rasgos no ha logrado distinguir hasta entonces a pesar de la claridad de la estancia, ofrece, sin embargo, un reflejo nítido y preciso. Lucía, atónita, fija la mirada en el cristal azogado, contemplándola. Bajo la piel una sensación desconocida le cosquillea, una percepción invertida de la realidad. Reconoce esa imagen de la mujer, de igual manera que uno se reconoce a sí mismo en una foto propia tomada hace muchos años. ¡Esa mujer es ella! Esa mujer es Lucía. Esa mujer es la mujer que será Lucía dentro de muchos años. Su rostro la desconcierta porque en él descubre el inevitable paso del tiempo y, a la par, le transmite serenidad, confianza. Cuando Lucía se gira para buscar sus propios ojos del futuro, ya la mujer contempla los que fueran los suyos, esos mismos ojos que coexisten en ambas, como balcones por donde les entra la vida.

Salva ha dejado de sangrar, pero aún permanece inconsciente. Sus dos compañeros se han separado al llegar al cruce desde donde divergen sus calles. No se acuerdan de Salva. A lo más, podrían pensar, si se detuvieran un instante, que cogió un atajo en su prisa por refugiarse de esta lluvia intempestiva e infatigable. Sumergidos en lo que ocurrirá cuando alcancen la seguridad impermeable de sus hogares, no se detienen a pensar. Mientras Lucía vive fuera de la cronología convencional, inmersa en el fluir del tiempo y sin pensar en lo que ya es pasado, prisionera involuntaria de sí misma en su devenir, Salva, en un presente detenido, no puede pensar.

Lucía toma sus manos a través de los años, unas manos tiernas de niña que despierta, unas manos sabias de mujer que ha despertado. Sin palabras, sin aspavientos de sorpresa, admiración o miedo, no pueden hacer más que contemplarse. El calor del encuentro es una explosión de luz en el rostro maduro, un movimiento sísmico en el pecho joven. Lucía balbucea, intenta comprender desde la incredulidad recién estrenada, desde la inocencia mágica que deberá preservar a través de su vida. Y la mujer calla y la acaricia, se acaricia.

Ricardo y Jaime han llegado a sus casas. Salva no. Pero a nadie le importa lo que les ocurre. Marginados en el arcén de la historia, son tres corpúsculos perdidos e irrelevantes ante la inmensidad de la intersección del tiempo en Lucía.

Lucía y la mujer, Lucía y la niña, se sientan. Tudmir restriega su flanco peludo contra las piernas de alguna de las dos e inclina la testuz en el regazo de una Lucía desprendida del reloj, pidiendo arrumacos. No hacen falta explicaciones: la magia siempre encuentra a los que no cierran sus poros a ella. La niña pregunta: Cuéntame cómo va a ser mi vida, si seré feliz, a qué me voy a dedicar... La mujer, en silencio, la deja que desgrane la ansiedad de lo por venir y, cuando Lucía se ha vaciado de interrogantes, habla. Esto no es un oráculo, Lucía. Escribirás tu vida, letra a letra, sin poder corregir hacia atrás, pero sí hacia delante. Y releerás las páginas ya pasadas, que dejarán en tu alma un regusto placentero o doloroso. Ellas serán tu pasaporte hacia el interior de ti misma. Reconciliarás deseos y hechos, realidad y fantasía, en una espiral sin extremos que emana de tu corazón. Tu tiempo, fragmentado en párrafos y capítulos, debe fluir con alegría, meta eterna del que se busca, delta donde la risa y el dolor se encuentran y desdibujan sus perfiles. No huyas de la tristeza ni te refugies en el placer, pues cada uno tiene su momento y su fin. Paladea cada instante y aprende, no seas perezosa en aprender, aunque te sientas sola, aunque se te derrumben dorados y hermosos castillos de aire que se te aparecían como moradas preciosas. Porque sólo si te quieres, si te eres fiel hasta en la desesperanza, tendrás un hogar para toda tu vida. La mujer se detiene. Sabe que Lucía aún no la puede seguir en su discurso. Esta casa no es más que mi vida, tu vida, recogida en recuerdos. Los olores, la luz tenue de la vela, Tudmir, los libros, el arcón... Cada uno encierra un recuerdo, un rescoldo del fuego que fue y que aún calienta. Atesora tus páginas porque, como las piezas de un puzzle, como las puntadas de un bordado, sólo alcanzarán su sentido más pleno cuando la obra se complete, aunque cada hoja, cada trocito, cada hebra, sea bello por sí mismo.

Lucía permanece en silencio. La voz serena de la mujer la arrulla, la protege. Siente que nada malo puede sucederle mientras ella hable. No puede concentrarse en lo que dice, ni memorizarlo. Sin embargo, siente el arraigo de cada palabra en su interior. Lucía... debes olvidar que me has visto, debes olvidar este encuentro, pero no su esencia. Se ha abierto una esclusa en el tiempo, pero tu memoria debe ahorrarte el futuro de tu imagen sometida a los años... La mujer habla, cada vez más lejana y Lucía trata de retenerla como a un ensueño durante la duermevela. Lo intenta... lo intenta...

Llama a la puerta y espera. Nada. Vuelve a llamar. Nada. Su pelo está chorreando. El tacto bascoso de la suela de los zapatos le desagrada profundamente. A su alrededor, lluvia y silencio. ¿Dónde se han metido estos? No, si al final, se han largado y me han dejado tirada. ¡Niñatos! Se da media vuelta, cansada de la tenaz negativa de aquella puerta a abrirse, y emprende el camino de regreso a casa. Sin saber por qué está contenta, radiante. Deja que el agua la empape y saborea cada gota que resbala por sus labios. Va tan distraída que no se da cuenta del bulto que se extiende ante sus pies. A punto de caer de bruces, consigue, dando un salto, mantener el equilibrio y, al volverse para identificar lo que la hizo tropezar, descubre a Salva. Se agacha. Lo zarandea con cuidado por los hombros, -Salva tío, despierta-, asustada por la profundidad de la herida que ya no sangra.

Gracias, Lucía, le dice la madre de Salva. El médico le ha echado unos puntos, pero aún así le va a quedar una cicatriz fea. Lucía, satisfecha por haber cuidado de Salva cobijándolo de la lluvia con su cuerpo mientras venían a buscarlos, comenta: Espero que no se quede calvo... Por lo menos el flequillo le tapa más de la mitad. Ambas se ríen y Salva, que se siente blanco de esa burla llena de ternura con la que las mujeres miman al hombre que dice estar enfermo, le pide a Lucía que se quede un rato más con él. Es tarde. Me tengo que marchar. Pero volveré mañana a verte. Al llegar a casa, sube corriendo a su habitación, saca un cuaderno en blanco y escribe: “La tormenta les ha sorprendido mientras juegan a policías y ladrones...”

(1999)

domingo, 23 de mayo de 2010

NOCTURNO DE FRÍO Y SANGRE




Ya no te necesito, amor
Ya están descosidos los pliegues que te albergaban.
Esta noche, sólo me habita el ruido del mar
y el frío.
Pero no el frío de tu ausencia,
esperada y desangrada,
no el frío de esos ojos que
me miraban alejarme
hacia un tiempo de púas y puñales,
pasado implacable en su empeño de acecharme.
Es el frío de esta noche,
solitaria de voces ajenas,
que me acelera el pulso
y me reconforta, entreverado
con el tañido de las olas.

Esta noche, mi amor,
tú no estás y no te extraño.
Silenciosamente me cobijo
en el calor de mi sangre,
la misma a la que le cuento
que la vida que se me fue con ella
-al dártela en besos-
aquélla que entibiaba tu cuerpo
cuando tu alma se te escapaba
sin deseos de volver,
esa sangre que me pasea con rabia,
a zancadas de trueno
por mis senderos de carne viva,
ya no la vuelvo a entregar.
Ni a ti ni a nadie.
Es mía y me recorre,
como una sucursal del alma,
de rojo tinto y calor de estrellas,
diciéndome en cada latido:
Él no está y tú estás viva.
Viva.
Otra vez.