domingo, 30 de mayo de 2010

IMPACIENCIA


Tú eres la impaciencia.
Impaciencia de hallarme
sin mirar lo que te muestro.
Sólo ansias lo por llegar.
Eres la impaciencia joven,
de espuma fugaz
que tu lengua se apresura
en lamer.
No me concedes tiempo,
un tesoro que desconoces,
y que a mí me va impregnando
desde los párpados
hacia mi centro,
alisando las grietas
que el dolor,
con su cincel vivo,
horadó en mi raíz (AB 30.5.10)

jueves, 27 de mayo de 2010

ESCRUPULOSAMENTE HISTÉRICA


Ser madre es una tarea que, por habitual, parece banal. Ayer tarde, tras terminar el trabajo, fui a recoger a mis hijas pequeñas de casa de su padre. Lucía, de 6 años, tosía en el coche y empecé a cruzar los dedos mentales para que esa tos desapareciera en el trayecto. Mientras esperábamos en un semáforo, les pregunté: "¿Qué habéis cenado?" Y un temblor frío me recorrió la nuca cuando gritaron al unísono: "¡Paella!"
Al llegar a casa, trastearon lo que pudieron, las perseguí con los pijamas en la mano, las llevé al baño, se cepillaron los dientes y las acosté. Les dí besitos y abrazos, contamos un cuento muy breve en el que ellas eran las protagonistas, nos dijimos cuánto nos queríamos y se durmieron. ¡Bendito sueño! Salí de su habitación sin apenas hacer ruido, me fui a la cocina y me serví una copa de vino tinto. Por fin era mi momento del día, el momento sólo para mí. Lucía tosía en salvas de 4 ó 5 y luego se callaba. Unos 10 minutos más tarde, la oí llorar llamándome. Ella duerme en la litera de arriba y, al entrar en la habitación, la vi asomada por la barandilla tosiendo a pulmón salvaje y empezando a tener arcadas. En una de ellas, salió una plasta de mocos que me apresuré a limpiar con una toalla vieja y mientras me agachaba para recogerlo, un vómito caliente aterrizó en mi cuello y fue deslizándose por mi espalda, al tiempo que me incorporaba de un salto gritando y ella, a su vez, chillaba como si le hubiera caído a ella. No sé si una legión de cucarachas negras volantonas habría producido un efecto tan desestabilizante en mí como ese calor líquido adherido a mi pelo. Activé un "automático materno" que parece que llevaba incorporado de serie, cogí a la niña casi en volandas, la limpié en modo "de aquella manera", la deposité junto a la taza del water por si le daba por repetir la hazaña y llamé a mi hija mayor para que la custodiara. Me fui corriendo al otro baño y casi me arranco el pijama (si un mulato de 2 x 2 me hubiera estado esperando en la cama, no me quito yo la camiseta con tanto frenesí) mientras me metía en la ducha sin parar de decir ¡qué asco, qué asco! Habría deseado tener un Nanas en vez de una esponja. Una vez recuperada la calma (y la higiene y el olor, gracias a medio litro de colonia), limpié los restos, cambié a mi peque y, claro, me volvió el arrebato maternal y la abracé y le dije: Ufff... qué nerviosas nos hemos puesto,¿eh? Y llevándola en brazos, la deposité en su cama, la acaricié y la acompañé en el breve viaje al sueño. Salí de su habitación maldiciendo que su padre, sin haber hecho ningún puñetero curso básico de nutrición infantil en su puta vida, se creyera un Máster del Universo de la Paella Nocturna.

lunes, 24 de mayo de 2010

CUADERNO EN BLANCO


La tormenta les ha sorprendido mientras juegan a policías y ladrones en el descampado. Las camisetas sudadas empiezan a empaparse con la lluvia. Es verano y el aire, caliente y plúmbeo, se amalgama con el agua. Lucía protesta ante la indiferencia de los tres chicos que se empeñan en seguir persiguiéndola. Tiene los pies mojados, indefensos dentro de unas zapatillas de loneta, lo que le desagrada profundamente. Sin dejar de correr delante de los falsos guardias, descubre una casita en cuyo jardín se introduce a través de una rendija en el seto de aligustre que lo rodea. Llama a la puerta y espera. Nada. Vuelve a llamar. Nada. El estrépito de sus compañeros que se acercan, el pelo chorreando y el tacto bascoso de la suela de los zapatos le hacen aporrear la puerta con premura. La puerta se abre. Lucía entra como succionada desde el interior. La puerta se cierra.

¿Dónde se ha metido mi hermana?, pregunta Jaime, mirando a su alrededor, aún jadeante. Ya te dije que no te la trajeras, contesta Ricardo. Es un rollazo jugar con niñatas. Oye tú, que mi hermana no es ninguna niñata. Un poco plasta sí que es, pero...
Vale, vale... Salva los mira. Lucía es su punto flaco. Siente una laxitud hormigante en las piernas cada vez que Jaime viene con ella. Vamos a buscarla, dice. De eso nada, si se ha escondido que vuelva solita a casa. No soy su niñera. Lo malo es que cuando llegue a casa mi madre me va a echar una bronca... Los tres están quietos en mitad de la planicie. No hay casas a la vista, no hay jardines. No hay ningún lugar donde refugiarse.

La habitación está en penumbra. Hay una vela encendida sobre lo que parece ser un arcón de madera antiguo. Huele muy bien. Huele a leña y a lavanda. Huele a una mezcla de aromas orquestados en una sinfonía de recuerdos. Lucía está confusa en un lugar desconocido, pero, a la vez, tremendamente familiar, como si su niñez se conservara intacta dentro de aquel espacio y la envolviera ahora que, con trece años, comienza a despegar de ella. De pronto cree oír un ruido y se sobresalta. No, son sus propios pasos sobre el parqué. ¡Pero si ya no tiene los pies mojados! Baja la mirada y descubre que está seca. Un movimiento fugaz del pabilo la saca momentáneamente de su desconcierto. Alguien la contempla desde el otro lado de la habitación. Una mujer. Distingue su silueta a contraluz y cree reconocerla, aunque no puede precisar los rasgos de su rostro.

Jaime, Salva y Ricardo se marchan. La lluvia les apremia a buscar el refugio cálido de sus hogares. Jaime lleva la cabeza gacha rumiando qué le va a contar a su madre cuando llegue a casa y le pregunte por su hermana; el barro se adhiere a sus tenis y se entremezcla con la sarta de trolas que va urdiendo. Ricardo no camina, trota, dejando caer sus botazas de montaña en cada charco enfangado. Ya ha olvidado a Lucía. Con las manos en los bolsillos, acariciando una hebilla del pelo de ella, Salva, rezagado, se entretiene y disfruta del contacto del agua en la cara. Sonríe y piensa en Lucía. Piensa en Lucía y la cobardía de haberla abandonado, por no contrariar a Jaime, le escuece.

¿Hola?, saluda tímidamente, preguntando y afirmando a la vez. Es que... llueve, estaba jugando con mi hermano y unos... bueno, me estaba mojando y... la puerta se abrió... yo... La mujer sonríe y suspira. Pasa, quiero verte a la luz. Me acuerdo tanto de ti... Alarga sus brazos hacia Lucía y, con un gesto cercano y abierto, la invita a seguirla. La niña no titubea mientras la misteriosa mujer la conduce a una habitación luminosa y acogedora (¿No está nublado fuera?, se sorprende Lucía). Las paredes están tapizadas con estanterías repletas de libros, desde el suelo hasta el techo; unos están erguidos verticalmente en su balda, ordenados y obedientes; otros, apilados en horizontal, muestran la pereza de una cierta anarquía que no desentona. En una esquina, una chimenea apagada y, tumbado delante de ella, un San Bernardo que la mira y mueve el rabo, diríase que contento de verla. Te presento a Tudmir. Él también tenía ganas de volver a verte. ¿Cómo que volver a verme? Pero si yo nunca he estado aquí, nunca he visto a ese perro, nunca... Se aturrulla. Las palabras se le arremolinan tras los labios retenidas por una emoción sobrecogedora. La mujer le pide silencio llevándose el índice a los labios y, tomándola suavemente por los hombros, la conduce frente a un espejo oculto tras las cortinas.

Va tan distraído que no se da cuenta del hoyo que se abre bajo sus pies. Cae de bruces y una piedra traza en su frente una brecha que sangra. Con la sangre y la lluvia se le va la conciencia. Salva se queda inerte en el suelo. Jaime y Ricardo no han detenido su paso, no han oído nada, no se vuelven a buscarlo. Un trueno hiende el aire y ellos se apresuran, alejándose.

¡Qué bonita está en la imagen que le devuelve el espejo! La mujer, cuyos rasgos no ha logrado distinguir hasta entonces a pesar de la claridad de la estancia, ofrece, sin embargo, un reflejo nítido y preciso. Lucía, atónita, fija la mirada en el cristal azogado, contemplándola. Bajo la piel una sensación desconocida le cosquillea, una percepción invertida de la realidad. Reconoce esa imagen de la mujer, de igual manera que uno se reconoce a sí mismo en una foto propia tomada hace muchos años. ¡Esa mujer es ella! Esa mujer es Lucía. Esa mujer es la mujer que será Lucía dentro de muchos años. Su rostro la desconcierta porque en él descubre el inevitable paso del tiempo y, a la par, le transmite serenidad, confianza. Cuando Lucía se gira para buscar sus propios ojos del futuro, ya la mujer contempla los que fueran los suyos, esos mismos ojos que coexisten en ambas, como balcones por donde les entra la vida.

Salva ha dejado de sangrar, pero aún permanece inconsciente. Sus dos compañeros se han separado al llegar al cruce desde donde divergen sus calles. No se acuerdan de Salva. A lo más, podrían pensar, si se detuvieran un instante, que cogió un atajo en su prisa por refugiarse de esta lluvia intempestiva e infatigable. Sumergidos en lo que ocurrirá cuando alcancen la seguridad impermeable de sus hogares, no se detienen a pensar. Mientras Lucía vive fuera de la cronología convencional, inmersa en el fluir del tiempo y sin pensar en lo que ya es pasado, prisionera involuntaria de sí misma en su devenir, Salva, en un presente detenido, no puede pensar.

Lucía toma sus manos a través de los años, unas manos tiernas de niña que despierta, unas manos sabias de mujer que ha despertado. Sin palabras, sin aspavientos de sorpresa, admiración o miedo, no pueden hacer más que contemplarse. El calor del encuentro es una explosión de luz en el rostro maduro, un movimiento sísmico en el pecho joven. Lucía balbucea, intenta comprender desde la incredulidad recién estrenada, desde la inocencia mágica que deberá preservar a través de su vida. Y la mujer calla y la acaricia, se acaricia.

Ricardo y Jaime han llegado a sus casas. Salva no. Pero a nadie le importa lo que les ocurre. Marginados en el arcén de la historia, son tres corpúsculos perdidos e irrelevantes ante la inmensidad de la intersección del tiempo en Lucía.

Lucía y la mujer, Lucía y la niña, se sientan. Tudmir restriega su flanco peludo contra las piernas de alguna de las dos e inclina la testuz en el regazo de una Lucía desprendida del reloj, pidiendo arrumacos. No hacen falta explicaciones: la magia siempre encuentra a los que no cierran sus poros a ella. La niña pregunta: Cuéntame cómo va a ser mi vida, si seré feliz, a qué me voy a dedicar... La mujer, en silencio, la deja que desgrane la ansiedad de lo por venir y, cuando Lucía se ha vaciado de interrogantes, habla. Esto no es un oráculo, Lucía. Escribirás tu vida, letra a letra, sin poder corregir hacia atrás, pero sí hacia delante. Y releerás las páginas ya pasadas, que dejarán en tu alma un regusto placentero o doloroso. Ellas serán tu pasaporte hacia el interior de ti misma. Reconciliarás deseos y hechos, realidad y fantasía, en una espiral sin extremos que emana de tu corazón. Tu tiempo, fragmentado en párrafos y capítulos, debe fluir con alegría, meta eterna del que se busca, delta donde la risa y el dolor se encuentran y desdibujan sus perfiles. No huyas de la tristeza ni te refugies en el placer, pues cada uno tiene su momento y su fin. Paladea cada instante y aprende, no seas perezosa en aprender, aunque te sientas sola, aunque se te derrumben dorados y hermosos castillos de aire que se te aparecían como moradas preciosas. Porque sólo si te quieres, si te eres fiel hasta en la desesperanza, tendrás un hogar para toda tu vida. La mujer se detiene. Sabe que Lucía aún no la puede seguir en su discurso. Esta casa no es más que mi vida, tu vida, recogida en recuerdos. Los olores, la luz tenue de la vela, Tudmir, los libros, el arcón... Cada uno encierra un recuerdo, un rescoldo del fuego que fue y que aún calienta. Atesora tus páginas porque, como las piezas de un puzzle, como las puntadas de un bordado, sólo alcanzarán su sentido más pleno cuando la obra se complete, aunque cada hoja, cada trocito, cada hebra, sea bello por sí mismo.

Lucía permanece en silencio. La voz serena de la mujer la arrulla, la protege. Siente que nada malo puede sucederle mientras ella hable. No puede concentrarse en lo que dice, ni memorizarlo. Sin embargo, siente el arraigo de cada palabra en su interior. Lucía... debes olvidar que me has visto, debes olvidar este encuentro, pero no su esencia. Se ha abierto una esclusa en el tiempo, pero tu memoria debe ahorrarte el futuro de tu imagen sometida a los años... La mujer habla, cada vez más lejana y Lucía trata de retenerla como a un ensueño durante la duermevela. Lo intenta... lo intenta...

Llama a la puerta y espera. Nada. Vuelve a llamar. Nada. Su pelo está chorreando. El tacto bascoso de la suela de los zapatos le desagrada profundamente. A su alrededor, lluvia y silencio. ¿Dónde se han metido estos? No, si al final, se han largado y me han dejado tirada. ¡Niñatos! Se da media vuelta, cansada de la tenaz negativa de aquella puerta a abrirse, y emprende el camino de regreso a casa. Sin saber por qué está contenta, radiante. Deja que el agua la empape y saborea cada gota que resbala por sus labios. Va tan distraída que no se da cuenta del bulto que se extiende ante sus pies. A punto de caer de bruces, consigue, dando un salto, mantener el equilibrio y, al volverse para identificar lo que la hizo tropezar, descubre a Salva. Se agacha. Lo zarandea con cuidado por los hombros, -Salva tío, despierta-, asustada por la profundidad de la herida que ya no sangra.

Gracias, Lucía, le dice la madre de Salva. El médico le ha echado unos puntos, pero aún así le va a quedar una cicatriz fea. Lucía, satisfecha por haber cuidado de Salva cobijándolo de la lluvia con su cuerpo mientras venían a buscarlos, comenta: Espero que no se quede calvo... Por lo menos el flequillo le tapa más de la mitad. Ambas se ríen y Salva, que se siente blanco de esa burla llena de ternura con la que las mujeres miman al hombre que dice estar enfermo, le pide a Lucía que se quede un rato más con él. Es tarde. Me tengo que marchar. Pero volveré mañana a verte. Al llegar a casa, sube corriendo a su habitación, saca un cuaderno en blanco y escribe: “La tormenta les ha sorprendido mientras juegan a policías y ladrones...”

(1999)

domingo, 23 de mayo de 2010

NOCTURNO DE FRÍO Y SANGRE




Ya no te necesito, amor
Ya están descosidos los pliegues que te albergaban.
Esta noche, sólo me habita el ruido del mar
y el frío.
Pero no el frío de tu ausencia,
esperada y desangrada,
no el frío de esos ojos que
me miraban alejarme
hacia un tiempo de púas y puñales,
pasado implacable en su empeño de acecharme.
Es el frío de esta noche,
solitaria de voces ajenas,
que me acelera el pulso
y me reconforta, entreverado
con el tañido de las olas.

Esta noche, mi amor,
tú no estás y no te extraño.
Silenciosamente me cobijo
en el calor de mi sangre,
la misma a la que le cuento
que la vida que se me fue con ella
-al dártela en besos-
aquélla que entibiaba tu cuerpo
cuando tu alma se te escapaba
sin deseos de volver,
esa sangre que me pasea con rabia,
a zancadas de trueno
por mis senderos de carne viva,
ya no la vuelvo a entregar.
Ni a ti ni a nadie.
Es mía y me recorre,
como una sucursal del alma,
de rojo tinto y calor de estrellas,
diciéndome en cada latido:
Él no está y tú estás viva.
Viva.
Otra vez.