domingo, 26 de septiembre de 2010

LA GRIETA




Hay relaciones que súbitamente se rompen y somos conscientes de ello. Otras, sin embargo, se deshilachan. Vamos sintiendo un desapego cada vez mayor por esa persona que, en su momento, fue capaz de estremecernos, de hacernos sentir que teníamos superpoderes. Pero si nos paramos un momento, si le echamos el freno a esta vorágine despiadada que nos consume, podremos recordar en qué hilo empezó a deshacerse el tapiz "multihilado" de esa relación. La grieta que se produce es tan evidente que ni con todo el superglue de la buena voluntad, ni dándole la vuelta para que quede contra la pared, ni desviando la mirada hacia otro lado menos amenazante, podemos dejar de sentir que está. La grieta está y es, por sí misma, un foco de putrefacción. Puede que en algunos casos, sea sólo una cuestión de tiempo esperar a que acabe de invadirnos por entero. Pero en la mayor parte de las veces, la mera conciencia de saber que está, contamina. Podremos entonces intentar disimular, tapar, ocultar, almibarar, enterrar, hacer como que ignoramos, porque reconocer la ruptura implica tomar decisiones. Y las decisiones duelen. Duele asumir la pérdida, el cambio, la mirada del otro y, aún más, el modo de mirarnos ese censurador interior que tenemos dentro. (27.8.10)

domingo, 19 de septiembre de 2010

VISIÓN BORROSA


Se sentó frente al oculista y le dijo: A veces no veo, todo se me queda borroso, como un bulto que no puedo definir. El médico se acercó a él. Con unas gotas le dilató las pupilas y, a través de una lente, se asomó al interior de sus ojos. Con unas pinzas extrajo imágenes que se habían quedado apelmazadas en la retina: una traición tatuada en la piel de una mujer, un pedazo de ambición resquebrajado oculto tras la ausencia de un hijo un domingo por la tarde, recuerdos de caricias que se transformaron en grilletes para nuevos placeres, decisiones que no se tomaron y que se atoraron tras el lacrimal... Con mucho cuidado desenganchó una humillación profesional que se había ensartado en la tristeza de un cumpleaños solitario. Conforme iban saliendo los residuos de dolores antiguos, enconados y opacos, su visión se fue volviendo más nítida, más precisa y, por fin, pudo contemplar y contemplarse. Se vio y se sintió desnudo, peligrosamente libre. Y tuvo miedo. Deseó recuperar el amuleto de frustraciones que lo volvían ciego, pero sabía que una vez que uno empieza a ver, no hay forma de volverse atrás. Con un vértigo nuevo instalado en su pecho y en las plantas de los pies salió de la consulta del médico, con unas gafas de sol para protegerle del brillo que se desprendía de él mismo.