jueves, 22 de julio de 2010

EL DOLOR NO LLAMA DOS VECES, DERRIBA LA PUERTA

“Buenas tardes”, dijo Irene mirando al suelo, mientras atravesaba la salita de espera de la consulta buscando el refugio del despacho. Entró rápidamente, escondiéndose de las miradas reprobatorias de los pacientes que la esperaban, sintiéndolas clavadas en su espalda y en su nuca, casi escuchando los pensamientos unánimes de todos ellos “Sí, sí, buenas tardes... ¡y tan tarde! Llega con más de tres cuartos de hora de retraso. Se creerá que mi tiempo vale menos que el suyo...” Una vez cerrada la puerta, respiró hondo un par de veces, se quitó la chaqueta, sacó del bolso la agenda y el teléfono móvil –adminículo abominable, pero una concesión a la esperanza de una voz- y se puso la bata. En ese preciso instante, toda la mañana de ese martes de diciembre se dejó caer en picado sobre un lugar a medio camino entre su corazón y su garganta, con el increíble poder punzante que tienen algunos recuerdos. Enseguida entró Amanda con el libro de citas en la mano, dispuesta a bombardearla con los últimos acontecimientos acaecidos en su ausencia.
Irene Salinas era una mujer ya avanzada en la treintena, una edad en la que uno empieza a darse cuenta de que ya no pertenece al grupo de los jóvenes y, aunque las yemas de los dedos se resisten a abandonar el estado idílico que nos han vendido como juventud, hay momentos de lucidez lacerante en los que uno se detiene a contemplar el paisaje para descubrir que ya no circula por el carril rápido de la autopista y que las carreteras secundarias son un destino que nunca antes se atrevió a considerar. Desde pequeña había querido ser médico, disfrazando su vocación a veces con la veterinaria o con la enfermería, pero siempre sin perder el objetivo chamanístico de la curación. No es fácil saber cuáles son los motivos que le llevan a uno a elegir su futuro, si es que es posible hacerlo con premeditación, pero en el caso de Irene había un deseo profundo de conocer los vericuetos del alma humana ante la enfermedad y la muerte. Después de una carrera brillante con matrículas de honor tanto en el expediente como en las relaciones personales que entabló, decidió especializarse en Reumatología. Y allí estaba, preparando su actitud y sus gestos para recibir a sus pacientes, con una aguda sensación de culpabilidad por el retraso – el rímel había enlutado sus párpados justo antes de salir, al mezclarse con las lágrimas, lo que la había obligado a lavarse una vez más la cara para tratar de recomponer, a golpes de colorete y perfilador de ojos, el rostro por el que no quería que se colara ningún atisbo de tristeza -.
Echó un vistazo rápido a la agenda, tratando de cuantificar el tiempo que tendría que dedicarle a cada uno de los pacientes. Para Irene era crucial conocer no sólo el problema físico que aquejaba a la persona que se sentaba frente a ella, sino también su entorno y su forma de desenmarañar la vida. Sabía que el dolor es un arma muy poderosa y conocer la actitud que cada enfermo tomaba ante él le hacía intuir el éxito o el fracaso de su intervención como médico.

-¿Otra vez está aquí Elisa Moreno? Pero si la vi hace sólo trece días, se quejó en voz alta, sintiéndose incapaz de hacer frente a la avalancha de problemas que cada paciente depositaría ante ella, obligándola a desentenderse de los suyos propios, a vulnerar una aniquiladora vocación a regodearse en su aflicción. No sé con qué me va a sorprender hoy. Hace dos semanas, mientras la estaba explorando, me dijo que tuviera cuidado, porque “tenía un lince” en el tobillo derecho.

Irene hizo un gesto de sorpresa al tiempo que retiraba abruptamente las manos de un tobillo imaginario posado sobre su mesa, detrás del cual parecía haberse agazapado un felino de orejas puntiagudas dispuesto a desgarrar con sus colmillos la piel de cualquiera que osara adentrarse en su escondite. Amanda la contemplaba, acostumbrada, después de más de cinco años juntas, a la vis cómica de su jefa.

- Estuve tentada de preguntarle que si mordía, pero, bueno, ya sabes, era una burla sin sentido, prosiguió Irene, así que le aclaré que eso que pasa cuando uno se dobla el pie se llama esguince. Debería ir recopilando todas esas frases que me dicen los enfermos. Hum... Es una idea a tener en cuenta... En fin , aterrizo, pásala, anda.

Elisa Moreno entró y se explayó, como de costumbre. Le siguieron Josefa Burgos, Emilio Echevarría, un vasco campechano con una artritis reumatoide que siempre la hacía reír, Adela García de la Hoz, Carmen Villarejo, otra Josefa y otra más... La tarde fue avanzando a goterones con nombre propio, gruesas gotas con identidad ante las que Irene unas veces se protegía y otras se dejaba empapar hasta el tuétano.
Alrededor de las ocho, el cansancio y el dolor de la memoria estrecharon sus manos e Irene sintió la necesidad de una huida urgente. Esa mañana, el despertador digital de la mesilla, con una obediencia fascista, incapaz de rebelarse, ni siquiera por piedad, a las órdenes que ella misma le daba cada noche antes de apagar la luz, la había sacado de la inconsciencia a la siete en punto, con los comentarios jocosos de los “Gomaespuma”. Guillermo Fesser y Juan Luis Cano eran sus compañeros matutinos en el trámite de volver a abrir los ojos y poner en marcha todos los sistemas de planchado de un alma que se acostaba arrugada. “La arruga fue bella hasta que llegó el poliéster”, recordó sobre las siete y veinte, mientras encendía la luz de la lamparita y tanteaba por dónde andaban sus gafas, protocolo imprescindible que sólo un buen miope es capaz de comprender. Era una frase que había leído unos días antes en un suplemento dominical de algún periódico y, a pesar de estar aún arropada por la calidez casi anestésica que da el sueño alimentado con somníferos, no pudo evitar el regusto áspero y amargo de su derrota, aderezado con unas gotas del humor negro que tan bien destilaban su corazón y su cerebro cuando se daban una tregua, a veces instantánea, el uno al otro. “Estaría bien poder elegir en cada momento de qué material quiere uno el alma. Porque la mía es puro lino por lo arrugable, puro algodón cuando se encoge”, pensó, aunque rápidamente enchufó la vaporetta mental en un intento de no dejarse caer por el precipicio de la autocompasión y eso que hacerlo antes del primer café tenía un mérito considerable, por no decir heroico. Cada mañana, la misma puesta en escena: las zapatillas bien colocadas para, con sólo girarse en la cama, encajar sus pies en ellas sin necesidad de buscarlas, preparar un café que le permitiera estrenar de nicotina sus pulmones, ducha con la radio de fondo y, una vez medio adecentada, dedicarse a su hija para llevarla a la parada del autobús del colegio. Cada paso iba marcado por el metrónomo de la rutina diaria. La diferencia de ahora era ese pellizco en el pecho, ese agujero negro de la soledad que la iba succionando.

-¿Cuántos me quedan?, le preguntó a Amanda, mientras arqueaba la espalda y estiraba los brazos en un intento de asir algo inalcanzable. Inalcanzable e imposible, no ya tanto por lejano, porque al menos aunque medien horas o kilómetros está, sino por haber desaparecido.
-Estrella Bermúdez. Es la última. Me marcho y te dejo el teléfono descolgado. Que no se te olvide antes de irte que tienes que llamar a tu padre para recoger a la niña. En mi mesa te dejo los volantes de Asisa y los de Sanitas, y me dejas firmada la factura de Ángeles Ramallo que vendrá mañana a recogerla, ¿vale?
- Vale, no se me olvida, casi susurró Irene, con una mezcla de desgana y fastidio, enderezándose en su sillón y abriendo la carpeta con la historia de Estrella Bermúdez, escrita con la letra que ella llamaba “de camuflaje”, para evitar que los pacientes pudieran interpretarla desde el otro lado de la mesa. Siempre había una anotación personal, unas veces acerca de la impresión que le causaba el paciente, otras, algún detalle al que recurrir para dar un mimo a la emoción, como el nombre de una nieta. “¿Cómo está Laura, María?” Y María se quedaba perpleja de la buena memoria y del interés que su doctora mostraba.

Con Estrella se detuvo más de lo imprescindible. Cada vez que la impaciencia asomaba su naricilla inquieta, ella enlentecía sus movimientos. El bolígrafo se deslizaba más despacio, sus palabras se hacían más pausadas, sus ojos entretenían la mirada con más calma. Mientras Estrella continuara sentada enfrente, el freno de mano de sus temores e incertidumbres seguiría estando bajo su control. “No te preocupes, con estas pastillitas y las infiltraciones, no tendrás problemas para entrar en el nuevo año con buen pie”, bromeó al ir cargando la jeringuilla con un líquido blanquecino, un corticoide, con el que iba a tratar de aliviar la cojera de la paciente a la que retenía como rehén a punta de aguja intramuscular, para, así, mantener a raya a su propio dolor, que, acechante, esperaba un resquicio en su vigilancia para reanudar una vieja y previsible guerra civil entre dos bandos consanguíneos, una negociación cruenta que no admitía árbitros ni mediadores.
A las nueve y cuarto se quedó sola, sola con un cuerpo amputado de caricias y con la pérdida de Ernesto solidificada en su garganta. Saberlo al alcance de un número de teléfono tatuado en el extremo imposible de la memoria, era como verter limón en una llaga. “Ya está bien, tía”, se dijo en voz alta, paralizada a medio camino entre su angustia y su dignidad. “Él ha tomado una decisión y tú te vas a quedar quietecita sin hacer nada por cambiarla. Y si te jode, te jodes, pero sin hundirte, hazme el favor.” La pena se le escurrió desde los ojos hasta los labios, en un reguero salobre que establecía una frontera entre ella y esas teclas, 6-3-0-5..., engañosamente liberadoras. Se quitó la bata, casi con parsimonia, recogió los papeles de la mesa, llamó a su padre para recoger a su hija, apagó las luces y, sin dejar de sentir el pinchazo de la ausencia, salió de la consulta y entró en el ascensor. Empezaba un metrónomo más: llegar a casa, bañar a Clara, hacer la cena, acostarla e inventar un cuento para ella –mamá Scherezade una noche más-. Después vendrían unas horas preñadas de minutos eternos, cuya estela pringosa debería soslayar: intentar perderse dentro de alguna película de la tele, calentarse con una voz amiga al otro lado del auricular, enhebrar de nuevo el hilo de sus sentimientos en la difícil labor de hacerse compañía a sí misma. Mientras pulsaba el botón de la planta baja sonrió, decidida a seguir siéndose fiel aún en el desconcierto, en el miedo y en la duda. Sonrió y se gustó.
Sobre la mesa de Amanda quedaron olvidados los volantes de Asisa y Sanitas, y la factura por firmar de Ángeles Ramallo.

miércoles, 14 de julio de 2010

DESVARÍOS A MEDIANOCHE


Hace tiempo leí un párrafo de Maruja Torres, en el que concluía algo así como "El hombre de mi vida soy yo". Y, mira, me gustó y lo adopté. Desde entonces, rara vez echo de menos a un hombre en mi día a día. A veces, mientras cargo el maletero del coche con la compra del Carrefour, me viene un ramalazo de nostalgia, pero cojo las cajas de leche como si hiciera pesas en el "Gym for Men" y se me pasa. Otras veces, me da por pensar que un hombre sería muy práctico, sobre todo en momentos "Desgracias del Bricolaje": un enchufe que no funciona, al querer conectar la Play al televisor, al desconfigurárseme el ordenador o, tal como me ocurrió el viernes, si el coche se me avería. No sé por qué, pero tiendo a pensar que un hombre sabe de inmediato qué hacer en esas circunstancias. Al colocar las sillitas de las niñas en el de mi padre, siento que a un "masculino" le sería la mar de fácil entender ese mecanismo de sujeción (ideado por un tío, fijo), mientras yo maldigo en birmano no tener cerca algún vecino ante el cual desplegar mis plumas de damisela desvalida (¡funciona!). Estoy a punto de acostarme y tengo una cama de 1.50 entera para mí, lo que cura cualquier arañazo emocional que me haya podido surgir a lo largo del día. Sin embargo, hay momentos en los que echo tremendamente de menos a un hombre: cuando necesito un abrazo. Ahí, se me rompen las corazas y me siento frágil. Me rebullo un poco entre las sábanas y me abandono a esa añoranza. (13.7.10)

Foto: Chema Madoz