sábado, 5 de febrero de 2011

CHEWAKA

(Imagen: Kandinsky)










Tras marcharse él, ella se encaminó al cuarto de baño. Encendió la luz, recogió la toalla que él había utilizado tras ducharse y, al salir, vio que sobre el lavabo estaba su reloj. Lo cogió suavemente, lo miró y depositó un beso sobre la esfera. Salió de la habitación, entró en el dormitorio y dejó el reloj sobre la mesita de noche, al lado de Chewaka, el gorila de peluche que le había regalado su hijastro hacía dos años cuando fue a Bruselas. Ella nunca había sido amiga de muñecos, nunca había tenido el deseo de jugar a las casitas, de vestir cuerpos plasticosos con vestiditos minúsculos. Sin embargo, Chewaka era especial. Ella lo abrazaba cuando estaba triste, porque el tacto suave de su pelo le peinaba las lágrimas. Alguna vez ambos se acurrucaron en el sofá, bajo una mantita de viaje, a ver una peli. Ella no confesaría estas cosas, pero un trocito de su corazón estaba frío de ternura y Chewaka sabía encender en ella los rescoldos que creía apagados. Por eso, Chewie, sentado junto a la lámpara Tiffany de la mesilla, pasaba cariñosamente su peludo brazo sobre el portarretratos donde ella, descaradamente, sonreía al mundo desde sus veinticuatro años. El reloj quedó a los pies del gorila, ella se giró y se fue a quitarse las lentillas. Se lavó las manos lamentando despojarse del olor de él que aún permanecía clavado en su piel. Pensó en ducharse, pero el sueño, la pereza y el recuerdo de las últimas horas la hicieron volverse a la cama tras lavarse los dientes. Apartó el edredón, se descalzó y se arropó bajo la sábana. Sólo tuvo tiempo para dedicarle unas páginas al libro que estaba leyendo. Su mente entremezclaba las historias de Floreana, la protagonista, y su propia historia, los sentimientos de ambas se confundían y se trenzaban. Antes de perderse en vericuetos inconexos, antes de adentrarse en el vertiginoso agujero negro de sus miedos, apagó la luz y se durmió. En la oscuridad cómplice quedaron Chewaka y el reloj.
  Los ojos del gorila empezaron a brillar, muy tenuemente al principio hasta adquirir una intensidad tal, que todo el dormitorio estaba iluminado por la luz de su mirada. Lentamente, extendió su mano peluda y regordeta hacia el reloj. Lo tomó entre sus dedos de pinza y, con mucha suavidad, le susurró palabras inaudibles a la corona. La esfera empezó a abombarse como si estuviera hecha de un material plástico suave y moldeable. A través de ella, las manecillas del reloj se fueron alargando y engrosando hasta conformar una especie de brazo con tres dedos en su extremo. Los números empezaron a moverse, a cambiar de sitio. El tres se abrazaba al uno, ya harto de la eterna compañía del dos, del cero y de sí mismo, el seis bailaba una danza imposible con el nueve, el cinco y el dos se contemplaban como figuras ante el espejo, mientras el siete, el cuatro y el ocho iban resbalándose por la correa de oro y titanio hasta caer en las manitas de Chewie. Mientras ella dormía, se produjo una hermosa danza entre el tiempo y la ficción. Todos los relojes de la casa se detuvieron, envidiando el abrazo del gorila de ella con cada una de las partes del reloj de él. Del despertador de la mesilla emanaba una música lenta, pausada, una mezcla de jazz y soul que iba desgranando sus notas como gruesos goterones de lluvia. Muy despacito, el gorila se aproximó al borde de la mesilla y saltó como en cámara lenta sobre la almohada. Retiró un mechón del pelo rizado que cubría los ojos de ella, y muy dulcemente acarició ese rostro tan querido con su patita de peluche vivo. Ella movió los labios y encogió sutilmente los hombros, mientras Chewie invitaba a los números y manecillas del reloj de él, a pasar por entre el embozo de la sábana y el cuello de ella hacia el otro lado de la cama, el que siempre estaba vacío y que ella sólo ocupaba en verano, cuando el calor la obligaba a estirarse de una punta a otra. Allí se acurrucaron y la contemplaron. El dos se acercó despacito a la nuca de ella y se enredó en su pelo; el cinco lo persiguió entre risas y se colgó del lóbulo de su oreja izquierda; el siete y el cuatro treparon juntos por su hombro y, sujetos muy fuerte el uno al otro, se lanzaron desde lo alto para aterrizar al pie de su pecho que, libre del sujetador, los invitó a recorrer sus cumbres más pronunciadas; el uno, sintiéndose triste sin sus parejas, decidió perderse por la curva de su espalda, mientras iba marcando un surco de minúsculas estrellas desde el omóplato hasta el borde de su cadera; el seis se cogió de la mano del nueve (se habían hecho inseparables) y, rodando, cayeron de cabeza en su ombligo, donde se fundieron en un abrazo indescriptible del que ya nunca más quisieron deshacerse. Los demás números subieron a lomos de Chewie y, tarareando la melodía que seguía manteniendo el hechizo, fueron apartando la sábana y desabotonado el camisón de raso granate hasta dejar al descubierto todo el cuerpo desnudo de ella. Las manecillas del reloj de él fueron descendiendo desde la base del cuello hasta su pubis, saltando de lunar en lunar, dibujando espirales de placer, burbujeando su piel de besos y caricias. Cada parte del reloj de él fue recorriendo la piel de ella, electrizándola, esparciéndola de pólvora de luna, mientras Chewaka giraba y danzaba, en un torbellino de luz y magia que se elevaba hacia el cielo, franqueando las paredes y la ciudad. Ella dormía, impregnada de él, sumida en un sueño espeso donde se mezclaban el tiempo y la fantasía, sin saber que a su alrededor, la fantasía y el tiempo estaban creando un embrujo de color que la empapaba sin apenas rozarla. Cuando sonó el timbre de la puerta, apenas unos minutos después, todas las piezas del reloj de él se reagruparon dentro de la esfera, aunque costó mucho volver a separar al seis y al nueve (Chewie fue implacable con ellos; tuvo que prometerles que al día siguiente la fiesta continuaría). El gorila, tras pasar delicadamente sus labios negros de piel sintética sobre los labios sonrosados y entreabiertos de ella, se encaramó con un salto ágil a su lugar entre la lámpara Tiffany y el portarretratos, sin olvidarse de pasar su brazo sobre él. El reloj de él se adormiló entre sus patas tras emitir un hondo suspiro de despedida, mientras el cero la miraba de reojo abrir perezosamente los párpados, ponerse las gafas que habían contemplado la danza desde la mesilla y levantarse de la cama, dirigiéndose, sin apenas pisar el suelo, a abrir la puerta que la devolvía a su mundo, a ese mundo en donde ella se sentía feliz. Cuando su espalda franqueó el umbral, Chewie le lanzó un guiño cómplice al reloj de él y asintieron en volver a recrear el hechizo la noche siguiente, cuando ya ella cerrara sus ojos, cuando ya él cerrara los suyos.
[AB, 1998]

sábado, 15 de enero de 2011

VACUNA DEL DESAMOR

Esa mañana, él le dolía más que otros días. Tal vez fuera porque la lluvia, en vez de ponerle reuma en sus huesos, se vestía de ausencia y se le incrustaba en un lugar mal definido entre el pecho y la garganta. En otros tiempos, él, con sólo estar, conseguía quitarle las asperezas a todo cuanto pudiera herirla. Por eso, nunca se le ocurrió que suya fuera la mano que le inocularía el dolor de golpe, sin piedad y sin anestesia. No era un sentimiento desconocido éste de sentirse naufragando en la ciénaga del desamor. De hecho, ya casi que se sabía de memoria los pasos que debía dar, los momentos de abandono y la constancia en la resistencia. Sabía que la ciénaga jamás se la tragaría, salvo si se rendía a la memoria blanda y viscosa que trata de redimir al que nos hiere. Se levantó sin ganas y se dirigió al viejo laboratorio que tenía instalado en la cabaña del jardín. De una estantería sacó los cuadernos cuarteados de su última desilusión, de su último desengaño y se dijo: "Voy a inventar la vacuna del desamor". Elaboró meticulosamente una pócima con lágrimas de insomnio, ojeras de madrugada, desaliento en gotas y lo roció con nudos en la garganta y corazones encogidos. Estaba amarga y olía raro, como a algo artificial. Sin embargo, de un sólo trago, como si fuera un chupito de vodka caramelo, se lo bebió. Se quedó esperando a ver qué sentía, notando cómo iba descendiendo por su cuerpo, surmergiéndose por entrañas y sistemas. Se fue a dormir con cierta inquietud alojada detrás de las orejas, de la que no sabía deshacerse. La noche fue tranquila, y el día de después. Y la semana de después. Y el mes... ¡Todo era terriblemente tranquilo! Se enamoró de un hombre confuso, que la acabó dejando por no estar seguro de si la quería o no. Ella se fue a dormir tranquila. Durante unos meses, salió con un arquitecto egocéntrico que pretendía hacer de ella su nueva obra maestra. Pero la acabó dejando por no ser ella tan dúctil ante sus aspiraciones de grandeza. Ella no acusó ningún dolor en el alma y se permitió no echarlo de menos. Tampoco echó de menos al que la rodeaba de versos y flores día a día, ni al que la llevó a recorrer Francia en un mini Cooper... Se separaron en un bistrot de la costa bretona y ella pidió otra fuente de moules-frites. Dejó de sentir dolor con el desamor y se le olvidó cómo amar... No llegó a patentar su vacuna, puesto que no recordaba siquiera haberla bebido, haberla creado.

sábado, 1 de enero de 2011

NOCHEVIEJA

 Se van cerrando los círculos. Después de las uvas, he llevado a mi hija a una fiesta de Nochevieja. Iba radiante con un vestido turquesa con encajes negros (ella siempre tan austera en su vestir, tan sin llegar a ser gótica, digamos que un románico tardío...). Al bajarse del coche, me ha dado un beso rápido. Fuera la esperaban sus amigos de ahora, amigos que han pasado por casa con diferentes pintas: melenas lacias con flequillo sobre los ojos, uñas pintadas de color negro (ellos), ropajes extraños, actitudes como de querer ser mayor, pero con la torpeza que dan los modales recién adquiridos... Ahí estaban, con trajes oscuros, camisas blancas, corbatas negras... siguiendo el patrón de ropa establecido desde casi los años 50. Se les veía hasta guapos. Y en ellos, una sonrisa total y plena, una alegría de la primera fiesta de su primera nochevieja. Y mi memoria, que a veces es lenta y tartamuda, ha corrido veloz a mis primeras fiestas, a mis modales torpes de recién empezando a ser adulta, a mis trajes estrenados tapando la inseguridad de mis pocos años... Los he observado desde el coche, siendo consciente de que yo no existía para ellos y he sonreído con sabor a lágrimas dulces. Se cierran los círculos, he pensado. Ahora mi hija vive lo que yo viví hace unos años y en este fluir se van completando etapas. He vuelto contenta a casa, con la sensación de que todo marcha por buen camino, que no hay tanto abismo con mi hija y que todo es cuestión de desempolvar a la niña que llevo dentro, la que tuvo 18 años, la que se puso sus tacones una noche y se fue a bailar Gonna get along without you now en una nochevieja de los 80 (1.1.2011)