jueves, 27 de mayo de 2010

ESCRUPULOSAMENTE HISTÉRICA


Ser madre es una tarea que, por habitual, parece banal. Ayer tarde, tras terminar el trabajo, fui a recoger a mis hijas pequeñas de casa de su padre. Lucía, de 6 años, tosía en el coche y empecé a cruzar los dedos mentales para que esa tos desapareciera en el trayecto. Mientras esperábamos en un semáforo, les pregunté: "¿Qué habéis cenado?" Y un temblor frío me recorrió la nuca cuando gritaron al unísono: "¡Paella!"
Al llegar a casa, trastearon lo que pudieron, las perseguí con los pijamas en la mano, las llevé al baño, se cepillaron los dientes y las acosté. Les dí besitos y abrazos, contamos un cuento muy breve en el que ellas eran las protagonistas, nos dijimos cuánto nos queríamos y se durmieron. ¡Bendito sueño! Salí de su habitación sin apenas hacer ruido, me fui a la cocina y me serví una copa de vino tinto. Por fin era mi momento del día, el momento sólo para mí. Lucía tosía en salvas de 4 ó 5 y luego se callaba. Unos 10 minutos más tarde, la oí llorar llamándome. Ella duerme en la litera de arriba y, al entrar en la habitación, la vi asomada por la barandilla tosiendo a pulmón salvaje y empezando a tener arcadas. En una de ellas, salió una plasta de mocos que me apresuré a limpiar con una toalla vieja y mientras me agachaba para recogerlo, un vómito caliente aterrizó en mi cuello y fue deslizándose por mi espalda, al tiempo que me incorporaba de un salto gritando y ella, a su vez, chillaba como si le hubiera caído a ella. No sé si una legión de cucarachas negras volantonas habría producido un efecto tan desestabilizante en mí como ese calor líquido adherido a mi pelo. Activé un "automático materno" que parece que llevaba incorporado de serie, cogí a la niña casi en volandas, la limpié en modo "de aquella manera", la deposité junto a la taza del water por si le daba por repetir la hazaña y llamé a mi hija mayor para que la custodiara. Me fui corriendo al otro baño y casi me arranco el pijama (si un mulato de 2 x 2 me hubiera estado esperando en la cama, no me quito yo la camiseta con tanto frenesí) mientras me metía en la ducha sin parar de decir ¡qué asco, qué asco! Habría deseado tener un Nanas en vez de una esponja. Una vez recuperada la calma (y la higiene y el olor, gracias a medio litro de colonia), limpié los restos, cambié a mi peque y, claro, me volvió el arrebato maternal y la abracé y le dije: Ufff... qué nerviosas nos hemos puesto,¿eh? Y llevándola en brazos, la deposité en su cama, la acaricié y la acompañé en el breve viaje al sueño. Salí de su habitación maldiciendo que su padre, sin haber hecho ningún puñetero curso básico de nutrición infantil en su puta vida, se creyera un Máster del Universo de la Paella Nocturna.

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